martes, diciembre 05, 2006

Leído en *Celebración de la carne* (I)

1. Alejandra Zina [Lisboa]

I.
No gesticula, no es brasileña. Alegría discreta. Lisboa es una mujer que sonríe melancólica, como el fado lagrimal de Amalia, Misia, Mariza.
Lisboa ilumina y su brillo rebota en los azulejos de las casas y en todos esos gatos que reflexionan sobre los tejados, guardianes de algún infierno cercano.
Desde esta colina veo la ciudad partida por un Tajo.
Nossa Senhora del Monte.
¿Cuánto te debo por ese puente que imita al de San Francisco, y por aquel Cristo que planea con los brazos abiertos como su gemelo en el Corcovado?
¿Cuánto por las calles de Alfama, el café a 0,55 centavos, la gracia de Graça, el trole 28 que me deja delante de Pessoa y yo ni me doy cuenta?
Nossa Senhora del Monte.
¿Cuánto por los pastéis de Belém y la queijada de Sintra?
¿Cuánto por los trenes de estación Sodré, por los cigarrillos Arizona que aprendo a armar mirando a Príncipe João?
¿Cuánto más por Cabo da Roca, la última piedra de Europa, antes de caerse al Atlántico?

Estoy sentada en una de las mil Pastelarias de la ciudad (bar de cinco mesas, de salgados, de bollos dulces), y sobre mi cabeza explotan las moscas como chaski-bum en el artefacto del tubo fluorescente. Con cada explosión invertebrada, bajo los párpados y subtitulo el mundo: Lisboa es amarilla y huele a canela.

II.
Siete días atrás, a la misma hora pero de otro continente, subo al autobús que me devuelve a Madrid. Justo cuando empezaba a decir “autobús”, estoy volviendo.

III.
La voz de Lura retumba y me transporta a una tierra que ignoro pero quiero presentir. Lura nació en Cascais (20 kilómetros de Lisboa), sus padres no.
Sus padres son de Cabo Verde, hablan creole pero no lo enseñan.
Cuando la escucho, la veo otra vez bailando con una tela anudada que le hace crecer las caderas. Cara de luna negra, pulida, piel de pantera.
Lura-Lua.
Soy una burbuja que sale de su boca.
Soy uno de sus dientes blanquísimos, y su risa me subdivide en infinitos puntos blancos, como la nieve que no vi allá, como el granizo al que nos empezamos a acostumbrar acá.

IV.
Antes de irme conozco al hombre-Daktari. Con bermudas y borcegos Daktari, camioneta Daktari y ojos tremendamente abiertos, como si jamás dejara de sorprenderse.
Manuel Mântua: mozambicano por adopción, fumador de todo menos de tabaco, músico sin partitura, cuidador de peces y focas, mi guía africano.
Manuel y Príncipe João me regalan una travesía que despega en una mesa con sopa, pescado y mousse de mango, sobrevuela la avenida Libertade, y aterriza en un teatro forrado de gente. Me tapan los ojos y no puedo ver nada, no puedo ver más que el pasillo que nos lleva hacia el palco. Ahí mismo salta al escenario la mujer que me expulsa a la luna durante dos horas.
Salimos y la fotografiamos, la deseamos, la tomamos en cerveza Sagrets, la fumamos en hash y seguimos hacia el Club B.Leza donde se alargan las notas del fumaná.

V.
A Portugal no le queda otra. A Europa no le queda otra.
En Angola, Guinea, Mozambique mataron a todos los que pudieron, pero cinco siglos duran varias eras. Mis amigos dicen: los africanos hablan el portugués mejor que nosotros.

VI.
“¿Cuál es tu favorito?”, pregunto a Manuel.
“El vermellho”. Cuando lo pescó en las islas Azores era diminuto y amarillo, pero con los meses fue mutando de tamaño y color. Hoy es ancho, largo, rojo y se deja acariciar el lomo. Tomo foto del pez favorito.
Sigo a mi guía por los pasillos de corales, estrellas marinas y burbujas unicelulares, lo sigo mientras desgajo una mandarina y soy testigo de su preocupación por ese pez marroncito y sin gracia que acaba de llegar y no se adapta; choca contra las paredes de la pecera y no se adapta.
“Hay que darle tiempo al nuevo prisionero”.
Visito al axolotl –engendro desgraciado y literario–, visito la fluorescencia de nemo, visito el dúo de focas que me miran a los ojos como mi perra bichicome.
En un momento, en algún recodo del Aquârio Vasco da Gama, se me empiezan a caer las escamas. Mi piel se ablanda como la del calamar conservado en formol y mis pulmones ramifican en branqueas. La presión del agua revienta mis tímpanos. Por suerte, puedo leer los labios.


Celebración de la carne