miércoles, octubre 04, 2006

Leído en *Tres de carne* (III)

3. Fernando Verissimo [Totok]
(fragmento del inédito "Acuífero")

I - Merlo

–Toto –me dijo.
No había ninguna “X”, ninguna “K”, ningún guión que pudiera suponerse entre números que no significarían absolutamente nada.
–¿Es una sigla, un acrónimo? –le pregunté
–No. Toto –me repitió.
Y no es que esperara otra cosa; más bien no esperaba nada.
En realidad, si me pongo a pensar, me lo tendría que haber visto venir. Me acuerdo de una conversación que teníamos con Ariel, los primeros días del año 2000, cuando nos habíamos juntado para comer una pizza y tomar una cerveza. Para celebrar el advenimiento de ese “2” que había llegado para perpetuarse por un tiempo enorme delante de los números de todos los calendarios. Un tiempo tan enorme que para mí no era otra cosa que una forma de la eternidad. O peor. Había llegado el año 2000 y entre todo lo que no había traído estaban: los autos que se deslizarían por el aire, entre los edificios, las poleras plateadas, los peinados armados con patillas y flequillos, el teléfono con monitor, las computadoras con interfase de voz. Ni que decir de inteligencias artificiales como HAL-9000, aunque fueran garcas. Mucho menos los viajes tripulados a Marte o a Júpiter.
–¿No será “Tótor”? –le pregunté por las dudas.
Él me miró resignado.
Está bien, pensé. Teníamos computadoras en casi todos lados aunque sin carretes de cinta abierta, teléfonos celulares que suenan en todas partes a todas horas, pero el nuevo milenio había resultado bastante diferente de lo que nos habían contado en las series, las películas o los libros de nuestra infancia. Por todo eso tendría que haberlo imaginado.
–¿Y de dónde dice que es, Toto?
–Del cuarto un planeta que orbita 51-Pegasi.
“Ahí por lo menos hay una cifra: qué futurista...”, pensé. Pero enseguida agregó:
–Nosotros lo llamamos “Brasita”.
Lo miré profundo y en silencio, asintiendo con la cabeza en cámara lenta mientras en perfecto timming mi maxilar iba bajando, sin despegar los labios. El tipo parecía casi normal lo que me desorientaba un poco. De todas formas, decidí seguirle la corriente un rato más. No tenía nada que perder.
–Y eso ¿vendría a ser lejos?
–Y… es un tirón. Pero la última vez le puse tres meses con 300m³ de hidrógeno.
No me animé a suponer nada porque mis conocimientos de astronomía no eran tan exhaustivos. Lo cierto es que una vez Cacho, otro amigo ya no de la infancia y con quien me veía bastante menos, me había dicho que la gran joda iba a ser cuando estuviésemos esperando especies evolucionadas desde planetas distantes y en lugar de seres verdes o grises, cabezones, altos o petisos, dotados de telepatía, iba a aparecer un bicho tipo ALF a joderles la vida a cuanto pretendido exobiólogo anduviese teorizando por ahí.
Toto ni eso.
Tenía una constitución física notable, de marcados rasgos germánicos. Coloradote, con los ojos azules saltones, algo panzón y bastante pelado. Me hacía acordar al padre de mi concuñado, que en paz descanse.
–¿Y a qué se dedica por acá? –indagué.
–De vacaciones.
–¡No diga! ¿Y se vuelve pronto a Brasita?
–¡Nooo...! Me quedo tres o cuatro años más. Por laburo.
–¿No me dijo que estaba de vacaciones?
–Sí, de vacaciones en Merlo. Yo vivo en Formosa.
Ahí otro punto que debió haberme llamado la atención y hacerme permanecer cauteloso ante el relato del visitante. No había conocido jamás a nadie de Formosa: ningún formoseño; nadie que viviese o hubiera vivido allá. Por probabilidades: veintitrés provincias, nada raro, todo bien. Sin embargo, en una oportunidad, en un bar, mientras tomábamos unos vinos, lo compartí con los presentes. Me gustaría decir que lo que ocurrió a continuación, en ese momento, me causó alguna sorpresa pero no fue así. Ninguno de los presentes había estado –o conocía a alguien que hubiera estado alguna vez– en Formosa. Fue así como durante los años siguientes empezamos a considerar muy seriamente la posibilidad de que la existencia de Formosa no fuera otra cosa que un mito: el resultado de una conspiración promovida por oscuros sectores de un poder secreto que tuviese como finalidad última el control de la población civil, la manipulación de la verdad orientada al cumplimiento de alguna agenda oculta.
Quiero ser claro en esto: no negábamos la existencia de un territorio desconocido al norte del Chaco, una extensión geográfica por completo indefinida que hubiera sido ganada en la Guerra de la Triple Alianza. Lo que negábamos era la existencia de un estado provincial que tuviera soberanía sobre esa porción de suelo. Nos parecía que esa terra incognita, Chaco al norte, era siempre evocada en situaciones extrañas, con intenciones sospechosas. Argumentábamos entonces que Luca Prodan –según contó alguna vez en una entrevista– recién llegado a la Argentina había pensado en ir a Formosa para recuperarse de su adicción a la heroína. Tal vez, años más tarde, volvió a considerarlo y por eso su destino trágico, como el Rey Lagarto o como Elvis.
Creímos, en cierta ocasión, haber dado por descubierta la trama secreta, haber obtenido la clave para el develamiento de la conjura. En un acto político previo al de Tartagal con cohetes que salieran de la atmósfera para llegar a la estratosfera y de ahí llegar a Japón en dos horas, el mismísimo jefe de Estado se dirigió al público presente refiriéndose a ellos como “chaqueños” en una transmisión que salía por televisión en directo. Desde Formosa.
Para dar por zanjada la cuestión, Ronito, hace unos seis años, trajo mapas, folletos turísticos, una novia y souvenires varios de Formosa y dio, en ese mismo bar que años antes nos había sabido bien cobijar, una clara y redonda argumentación exponiendo sus razones de por qué la provincia sí existía. Ronito era un tipo sin dobleces. Y su foto con el Gobernador frente a la casa de gobierno, por lo menos a mí, me terminó de convencer.

Después de haber escrutado todo esto en silencio y muy íntimamente volví a inquirir a mi pretendido interlocutor alienígeno.
–¿Y por allá a qué se dedica?
–Extracción y procesamiento de hidrógeno.
–Para las naves… –cogité.
–Se ve que usted es muy sagaz. Trabajo en una planta del Acuífero.

Una vez, un amigo me contó que vio en un programa de Fabio Zerpa que los extraterrestres le habían vaciado la pileta a un tipo en Olavaria. Le conté. Toto me miraba extrañado.
–Mire que se dicen muchas cosas: lo de la pileta, los círculos en el cultivo, lo del ganado…
–Ustedes no son...
–Mire: yo no le voy a decir que nunca, cuando me caían invitados, no bajaba en algún campo y nos faenábamos una ternera. Pero esos desastres que se ven por la televisión no son cosas de gente civilizada. En Buenos Aires los que se dedicaban a eso eran unos de una empresa que servía de tapadera de una logia, por ahí cerca de Pourtalé.
La realidad superaba a la ficción. Hablamos un par de horas. Tipo macanudo Toto.
–¿No le jode si lo llamo “Tótok”?
–Usted es medio raro ¿no le dijeron?
Puede ser.... No sé.

II - Al Norte

Esta nueva amistad es como vino nuevo, muy agradable, pero quizás un poco peligrosa; por lo menos para mí. Y también para ella, si pienso con qué espíritu libre se ha encontrado allí. Se ha encontrado con un hombre que no desea sino perder cada día alguna fe tranquilizante, que busca y encuentra su felicidad en esta diaria liberación creciente del espíritu. Es posible que yo desee ser más libre de lo que puedo ser.
F. Nietzsche

El siglo nos había cambiado la fe en el progreso ilimitado de la humanidad por la posibilidad de pedir la comida al delivery desde el colectivo. No sé si eso está bien pero es lo que hay. En otros tiempos yo supe creer en grandes relatos, discursos que servían para dar consistencia a la vida, dotarla de un sentido último; pero eso fue hace mucho.
Fui militante de causas nobles, pretendido agente de una voluntad superior, defensor de valores por los que se podía matar y morir, cuerpo dócil que hubiera podido inmolarse, llegado el caso, en pos de la verdad o de la milanesa misma. Más tarde fui agnóstico, iconoclasta, cínico. Ahora soy un yo más despojado, liviano y elemental. Ahora es cuando sé que aquello que, joven, pude haber esperado, existía. Frente a mí, eso, existía y se comía un chipá tras otro sin que se me moviera un pelo. Toto parecía abstraído frente al paisaje puntano y callaba, como ausente de todo.
Permaneció minutos en esa actitud.
Súbitamente me miró muy fijo. Pensé que me revelaría algo de singular importancia.
–¿Quiere uno? –me invita.
–No, gracias.
Toto era de permanecer callado por largo rato.
Al principio creí que podría deberse a una condición de telépata no manifiesta o, peor, no percibida por mí. Pero parece que no, que era natural consecuencia de vivir sólo mucho tiempo durante el año. No obstante, tras largos silencios, en ocasiones me sorprendía con consideraciones del tipo “a mí me parece que Coldplay le roba mucho a U2”, “yo, como un boludo voté a la Alianza” o “el chamamé me hincha las bolas pero si lo digo en el pueblo me putean”.
Después de seis días de ir y volver por los mismos caminos y de visitar los mismos sitios me confesó:
–Esto del microclima está bueno pero, yo, ya me embolé.
–Y, sí... –compartí sucintamente.
–¿No quiere ir conmigo a Córdoba a visitar a unos parientes de Punilla?
–Ando medio corto de plata –me lamenté.
–No se haga problema, hombre: vamos en la nave.
Me entusiasmé pero traté de disimular la emoción.
–¿La tiene por acá?
–Sí. A diez minutos de camino. Venga con el bolso a las seis y salimos.
Corrí hasta el bungalow, armé el equipaje prolijo, haciendo tiempo, como para calmar la ansiedad. Cuando nos encontramos me llamó la atención que nos encamináramos hacia la ciudad. “Un sistema de ocultamiento sofisticado”, pensé.
La nave nos esperaba a dos cuadras de la municipalidad.
Un Dodge Polara 67, en perfectas condiciones de mantenimiento.

Salimos hacia el norte, por la ruta 148. Paramos por primera vez en La Cumbrecita a estirar un poco las piernas y a cargar agua para el mate. En ese primer trayecto hablamos poco. No quería que se sintiese interrogado. Quería que si fuese a contarme algo fuera de motu proprio y no que se sintiera compelido.
–¿Quiere que le echemos nafta al tanque?
–Nafta ni loco. Es un presupuesto. Lo tengo a hidrógeno y anda bárbaro.
Las ventajas de andar de gira turística con un tipo que le echa agua al coche y se despreocupa del resto.
Por Mina Clavero, Toto me empezó a contar algo sobre su familia. En Formosa se había juntado con una mujer, Laureana, a la que cariñosamente llamaba “mi china”. La había conocido en Clorinda, a los pocos meses de haberse establecido en su estación de operaciones en Laguna Blanca. A su china no le contó nada acerca de su procedencia hasta casi un año después. Ella le dijo –me contó– que no le importaba porque cosas más raras había visto en La Banda, en donde había vivido hasta los doce años. Me sentí tentado de preguntarle algo sobre esa apreciación pero me llamé al silencio. En algún momento, seguramente, me contaría algo sobre el asunto.
Agotado el tema china me animé.
–¿Y usted es así antropomorfo por naturaleza o anda oculto bajo esta apariencia?
–Mire: antropomorfo soy. Lo que pasa es que no así como me ve.
–Ahá.
Me miró un segundo, quieto. Entonces se empezó a inclinar, en un movimiento lento, hacia la izquierda. “Se está por cagar”, pensé. No quería ni enterarme a qué olía un flato extraterreno así que respiré profundo y contuve el aliento. Entonces su mano derecha soltó el volante y fue hacia el bolsillo trasero del pantalón de donde sacó una billetera de cuero bastante gastado. La abrió y comenzó a pasar con el pulgar los numerosos folios plásticos con notable destreza mientras la mantenía entreabierta en la palma de la mano.
–Así soy yo –me dijo mientras ponía delante de mis ojos una foto color bastante arrugada.
–Esa es Angelina Jolie –le dije.
Me miró serio.
–¿Me está tomando el pelo?
–Sí –contestó sin cambiar el rictus serio.
Tiró la billetera arriba de una franela naranja descolorida que tenía delante y se inclinó hacia mí para abrir la guantera. Sacó un aparato metálico, sin marcas visibles en su volumen cilíndrico de casi diez centímetros de largo. Lo miré intrigado.
–Cuidado –me alertó con expresión grave–: esto es ilegal.
A esa altura ya debería haberme curado de espanto, haberme relajado y empezar a tomarme todo con mayor naturalidad. No sé por qué pero no me salía. Cualquier advertencia que me hacía lograba incomodarme más de lo esperable.
Llevó el aparato hacia delante, incrustando uno de sus extremos en un orificio a la mitad del panel delantero. Comenzó a sonar en toda la cabina un extraño ruido.
–MP3. Stockhausen –me dijo.
Legal o no, era insoportable.


Tres de carne