martes, agosto 29, 2006

Backstage *Especial Zinoki*

Asi se preparaba todo








todas las fotos son de La Maga


lunes, agosto 28, 2006

1ra ENCARNACION [Especial Zinoki]


Especial ZINOKI
La felicidad es un monoambiente

La cuarta presentación del ciclo de Carne Argentina en Mantis Club será el Martes 5 de Setiembre a las 20:30 hs.
textos & videos
de Alejandro "Rusi" Millán Pastori
(autor de "El estado lumínico", publicado por Carne Argentina)
leen en escena:
Cactus Jones
El Hombre Dormido
El Espanto Maorí

+bonus track musical
Millán & Los Monobestias

entrada libre y gratuita

Backstage *Especial Zinoki*
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jueves, agosto 03, 2006

Leído en *Toda la carne al asador* (I)

1. Alejandra Zina
Fragmento de la nouvelle Flora & Fauna (inédita)

–¿Queres que te cuente el cuento de la buena pipa?
–Sí.
–Yo no dije “Sí”. Yo dije si queres que te cuente el cuento de la buena pipa.
–Sí, pa.
–Yo no dije “Sí, pa”. Yo dije si queres que te cuente el cuento de la buena pipa.
–Pero sí, te digo que sí.
–Yo no dije “Pero sí, te digo que sí”. Yo dije si queres que te cuente el cuento de la buena pipa.
–Papá, basta.
–Yo no dije “Papá, basta”. Yo dije si queres que...
–No. Sí. Tonto. Andate. No. Contamelo. A que seguro no lo contas porque no lo sabes. Sos un burro. Burro feo y pelado.
–Yo no dije “No. Sí. Tonto. Andate...” Flora. Flora, pará. Flora, eso que estás haciendo duele. Flora dije “¡basta!”.
Instrucción para carga de imagenes 200px derecha


Flora enseñó los colmillos y se metió debajo de la frazada para no verlo más. Para no oírlo nunca más. Por suerte no estaba sola porque podía sacar un brazo y arrastrar hasta su escondite al oso Miranda.
Siempre lo mismo. Ya la tenía harta. Podrida, como decía su mamá. “Me tenes podrida”. Como el país podrido del abuelo Anselmo. Por eso le salían las manchas en la piel. Aunque sus manchas no eran verdes, como las del pan cuando queda fuera de la heladera, ella sentía que estaba podrida igual. Chica podrida de lila.
¿Por qué cuando él decía pipa, ella veía un loro? Una pipa no es un loro, ya lo sabía. Sería por el loro Pipón de los caramelos. Buena pipa, loro Pipón.
Cuando finalmente emergía de la carpa, el padre había dejado el cuarto y sus dos hermanas estaban dormidas. Solo se veía una plancha luminosa que se arrastraba desde el baño por el parquet, para rotar en ángulo recto y quedar paralela al marco de la puerta. Allá dentro podía estar el padre, la madre o nadie. Muchas noches, Amelia pedía luz para alejar al orangután. Ese que se había escapado del zoológico y recorría la ciudad buscando chicos para llevarse al África. Amelia, por nada del mundo, quería ir al África. Flora y Leonor tampoco, pero les daba vergüenza decirlo y preferían dormir, a oscuras, estrangulando a sus peluches.

–Amelia, tapate, tapate, que ahí viene.
–Ay, no. Quiero a mamá.
–Mamá está durmiendo.
–Leo, quiero ir a tu cama.
–No, vos siempre tenes los pies fríos.
–Flora, ¿puedo ir a tu cama?
–Ahora no, el orangután está viniendo para acá. Buuuuuuuuuuuu.
–Me da miedo.
–Se está acercando a la cama de Leo. ¿No lo ven? Es oscuro y enorme. Parece que está enojado. Grrrrgrrrrrgrrrrr.
–Nena, terminala.
–Escuchen: pum-pum-pum.
–Flora, ¿sos tarada? Mejor que te lleve a vos.
–No, a vos, porque siempre me robas el oso Miranda. Al oso me lo regalaron a mí, ¿entendés?
–Yo no te lo saqué, fue Amelia.
–Mentira.
–No me importa quién fue. Lo que digo es que otra vez que me meta en la cama y no vea a Miranda, hablo con el orangután para que se las lleve a las dos.

Flora pensaba que los animales –incluso los más feroces, los más venenosos– podían ser sus aliados.

Un día nublado de un verano marplatense, apareció en la playa un hombre que llevaba un cartel en la mano y una soga en la otra. La soga atraía en andar lento y beduino un elefante, que se demoraba aspirando las cáscaras y bolsitas enterradas en la arena. El animal era una mole gris y, en la frente, tenía un mechón de pelos parados que parecían alambre de púa. Los chicos se acercaron en montón. Todos se dieron el gusto de rozar con la mano esa piel rugosa que parecía artificial, la tocaban y la tocaban pero no podían entender de qué estaba hecha. La marcha se detuvo y el elefante quedó corcoveando la trompa por sobre sus cabezas. Flora se acercó, leyó el cartel que decía “Circo” y un nombre que su deletreo de primer grado no pudo articular.
–¿Puedo subir?
El hombre la miró un instante, como si la pregunta fuese extremadamente compleja de responder. Flora especificó.
–¿Me puedo subir al elefante, señor?
El hombre dejó el cartel sobre la arena, soltó la cuerda, y la alzó mientras ella daba pataditas aéreas para llegar más rápido al lomo del animal. Flora observó la playa delante y el mar detrás. Después se recostó panza abajo sobre la superficie áspera, se mareó con el olor a bosta y escuchó los ruidos que venían desde el estómago. ¿Cuántos maníes tendría dentro?
–Flora, por dios, bajate de ahí.
–Ma, yo también quiero subir.
–Y yo.
–Ni pensarlo. ¿Ustedes están locas? Escucheme, señor, cómo se le ocurre subir ahí a la criatura, quién sabe cuándo habrán bañado a ese bicho, si alguna vez lo han hecho, ¿no? Me la baja inmediatamente.

Flora vio alejarse la cola finita y carcomida por la sarna, latigueando los aguaciles que revoloteaban.
Hombre y elefante siguieron marchando por la orilla haciendo huellas que duraban segundos, como si nunca hubiesen pasado por ahí. Como si nunca hubiesen existido.

miércoles, agosto 02, 2006

TODA LA CARNE AL ASADOR

gracias a La Maga por las espectaculares fotos, a Eugenia Herrero por los flyers, al Tigre por la onda y la ayuda de siempre, al Tano por la mano con el sonido y a Beto por el lugar.


Ale Zina
Flora y Fauna
(de la tortura del cuento de la buena pipa a la amenaza nocturna del Gorila)

Selva Almada
extracto concentrado de "Niños"
dos niños en un velorio

Julían López
Una dama intenta escapar a la degradación paseando por el Tigre
(ver texto)

Leído en *Toda la carne al asador* (I)
Leído en *Toda la carne al asador* (II)
Bonus Track *Toda la carne al asador*
El público chocho *Toda la carne al asador*

El público chocho *Toda la carne al asador*

Bonus Track *Toda la carne al asador*

Santiago Pedroncini & Rodrigo
de Pequeña Orquesta Reincidentes
un lujo de bonus track musical

martes, agosto 01, 2006

Leído en *Toda la carne al asador* (II)

2. Selva Almada
[fragmento del Cap.2 de "Niños"]

La cabeza flotaba en la espuma de tules. Parecida a la de un santo. Y según como se la mirase, parecida a la de una novia envuelta en su velo.
Los ojos dormidos, la boca floja sin dientes ni palabra, las mejillas hundidas con la piel pegada a los carrillos.
Se veía tan independiente, perfectamente recortada, que por un momento pensé que estaba separada del cuerpo.
Para poder mirarlo de cerca, Niño Valor y yo nos pusimos en puntas de pie y nos agarramos del borde del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte y nos salpicase los zapatos nuevos, los zoquetes blancos, las ropas de cumpleaños.
Nunca habíamos visto un muerto de verdad.

Temprano habían despejado el comedor de la hermosa casa de José Bertoni, lavado el piso, arrumbado todos los muebles en el dormitorio y quitado los cuadros de las paredes para que las mujeres de las estampas dudosamente orientales no alterasen la sobriedad de la sala. Sólo quedaron en dos hileras de tres, las seis sillas del juego de fórmica.
Era verano.

La manzana quedó sin flores. Las vecinas caían abrazadas a los ramos. Rosas, hortensias, malvones. Cubiertos los escotes con la mantilla azul de las glicinas. Oculto el pellejo de los cogotes tras las varitas de retama florecida. Sucias las faldas de hojas y espinas y cabos y pétalos sueltos; el olor de los sobacos mezclado al de las flores y el incienso. Nada excitaba tanto su generosidad de jardineras como un velorio en ciernes.
Enmudecieron todas las radios y televisores de la cuadra. Amonestaron al afilador de cuchillos que justo pasaba soplando su silbato. El run run de las avemarías salía por las puertas y las ventanas abiertas ganando la calle como una manga de langostas. Hasta los perros fueron mandados a cucha y obligados a callar. Sólo los gorriones, impertinentes, siguieron con sus cosas y, parecía hecho a propósito, chillaban como nunca, apareándose en los cables de la luz y revolcándose en la tierra suelta de la calle.

Se estaba velando a un hombre en lo de José Bertoni y, hacia el mediodía, no había uno que no estuviese de duelo.

De cuando en cuando la Cristina, hija del difunto y novia jovencísima de José Bertoni, se arrastraba hasta el cajón, apenas sostenida por sus fuerzas y derramaba la catarata negra de su pelo sobre el sudario blanco de su padre. Presurosas acudían las vecinas a sacarla, tironeándola de los hombros, de los brazos, y casi en vilo la llevaban a su silla y le daban cucharitas de agua con azúcar para devolverle el alma al cuerpo.
Estaba preciosa la Cristina con el vestido negro que le prestó mi madre y que le quedaba chico. Los pechos grandes a punto de caerse del escote. Era una doliente hermosa y patética: desarreglada la oscura cabellera, las ojeras pronunciadas, brillantes las pupilas arrasadas por el llanto.
Una tensión erótica atravesaba el aire como ocurre siempre en la desgracia. Las tetas caídas y estriadas de las vecinas, de golpe, parecían llenar los corpiños. Se endurecían los traseros como botones de rosa. Goteaban mieles de camatí los muslos.

Mientras, los niños arrastraban su aburrimiento acaracolado en el patio. De punta en blanco, bien peinados, las panzas hinchadas, llenas del jugo de naranja aguachento convidado en vasitos de papel. En vez de andar sueltos, pescando arañas en el campo, robando frutas de las quintas, tirándoles piedras a los camiones que pasaban por la ruta, o con la patas hundidas en el barro chirle de la laguna, haciendo lo que hacían siempre que para eso eran niños, los habían traído de prepo y a los empujones a velar un muerto. Y no los dejaban acercar al cajón por miedo a que se impresionen.
Niño Valor y yo los mirábamos de lejos, ignorando sus señas, sus intenciones de acercamiento y, para darnos importancia, de tanto en tanto nos encerrábamos en el dormitorio de donde salíamos al rato, acalorados y circunspectos.

Al atardecer, excepto dos o tres que se quedaron para que el tránsito de rezos no se corte, las vecinas se fueron a descansar las piernas. Después de estar todo el día paradas, las pantorrillas parecían bolsas donde se revolvían los gusanos azules de las várices.
Y llegaron los hombres, recién vueltos del trabajo, bañados, olientes a pino colbert y vermouth.
José Bertoni, que no bebía nunca, mandó traer del almacén unas botellas de ginebra y otras de licor dulce para cuando volviesen las mujeres.
Los hombres no eran de quedarse mucho junto al cuerpo. Se acercaban cada tanto y le echaban un vistazo como quien observa la carne asándose lentamente sobre la parrilla, un domingo, calculando cuanto falta para que esté lista, y enseguida volvían a reunirse con los otros en el patio, a conversar de sus cosas, tomarse otra copita y contar alguna anécdota del muerto.
La tardecita se iba haciendo noche clara, estrellada, con olor a pasto, a tierra mojada, recién regada por el camión municipal. Los murciélagos salían de sus dormideros y pasaban en vuelo rasante sobre las cabezas inclinadas.
(…)
Los velorios fatigan más que los cumpleaños. A la medianoche, Niño Valor y yo no podíamos tenernos en pie. Andábamos como sonámbulos agarrándonos de las faldas de las vecinas para no caernos y si teníamos la suerte de encontrar una silla vacía el cuerpo se nos resbalaba del asiento. Parecíamos ojeados: nos pesaba la cabeza doblada sobre el pecho como una flor con el tallo roto. Nos picaban los ojos. Teníamos hambre y sueño. En algún momento caímos dormidos.
Me recordé a la madrugada. Las primeras luces del día entraban por la ventana abierta del dormitorio de José Bertoni. Un viento muy suave movía las cortinas finitas, estampadas. Al lado mío, Niño Valor dormía con las ropas puestas. Nos vi en el espejo grande del ropero: en la cama doble parecíamos un matrimonio de enanos.


3. Julián López

Un paisaje dulce y triste como el fin del verano a la vera del Iberá. Una polca lejana, bella e insoportable, suena en la memoria de quienes ven esta escena. A lo largo de la orilla del río, grupos de niños rubios, descalzos y harapientos, pobremente vestidos y tan sucios. Más aquí, todos de espaldas, hombres llorones como el sauce.
De entre los chicos surge ella con su vestidito, su falda amplia y muy liviana. Tiene un aire distinto, la mirada dulce y limpia de rencor alguno. Ella es otra cosa. Ella es de otro pozo. Entonces despliega su sillita, abre su sombrilla, se calza los auriculares y espera.
Dice así:

¿Cómo dijo?

Ah no, pensé que me hablaba a mí.

¿Me puede decir para dónde queda el horizonte?
Gracias, porque tengo que esperar justo acá.
Si no después se quejan, que no hago bien mi trabajo, que tengo que ser más rápida, más sutil, más normal, más ejecutiva.

34 grados, 36 minutos Latitud sur.
57 grados, 23 minutos Longitud Oeste.
Retrogradación secundaria. Nova Régulus. Casiopea. Parábola del Arco Solar.
Listo, yastá. Ahora tengo que sentarme a esperar.
Si no se ofenden y no me hablan. No transmiten.

¿Alguien me trae una porción de lemon pie por favor?

Ay, no lo tome a mal pero yo tengo una tetera.
Y unas hebras de té inglés.
Y una taza.
Y un saquito negro, tejido.
Sí, claro, fui asignada al Delta del Paraná. No me quejo, a una conocida le toco Tandil, por lo de la piedra.
Pero de verdad yo prefiero tomar el té, por supuesto.
Prefiero eso a venir un domingo aquí tan lejos, yo que soy tan alta.

Yo hablo todo de corrido, ¿ve?
Y escribo a máquina sin mirar el teclado. Además soy una mujer fina, ¿ve?
Queda mal que lo diga yo pero es verdad, hablo todo así, ¿ve?
Y tengo piernas... Claro, soy una mujer intergaláctica.
Y una vez viví en Chejov. Y tuve un petit hotel y una hija y un Martini.
Y un visitante muerto que se quedaba todo así.
Qué enamorada que estuve ¡por Dios! Yo, con mi pata larga y mi sonrisa triste, ¡qué ingenua, qué enamorada!
Pero eso era otro país, otro mundo.
A mí... venir acá, ¿le parece? En esas naves de carga llenas de mujeres horrendas. Y petisas y gibosas.

Lo más parecido que encontré al paisaje de mi infancia son los jueves en el Tigre.
Ahí me siento, cerca del despeñadero, en medio del monte, en una sillita plegable, con un vasito plegable mientras despliego mi abanico.
Ahí mismo donde las niñas de un colegio inglés hacen su picnic y jadean con un solo dedo.
Ahí donde amarra la lancha colectivo y donde sangran los pedazos de ballena.
¿Se da cuenta?
Ellos me llaman al orden, me indican que debo abocarme exclusivamente a mi tarea pero yo no lo puedo evitar, soy una tipa sensible. Yo me siento así, la gran férula, la gran nínfula fosforescente y fluvial. La gran Gorgona, inmovilizada por el asfixiante abrazo de una hiedra.
Así me siento; una mujer vegetal, una mujer brotada.
Y pongo mi sillita y me siento, como dejando entrever el art nouveaux de mi cuerpo así, a la sins façon, a la que te criaste, como si no importara. Haciéndome la distraída cuando pasa la lancha colectivo y su estela de miradas indecentes.
Como si alguna vez me sonrojara de escuchar lo que gritan los choferes cuando navegan delante de mí y, ¡tan atrevidos!, pretenden vislumbrar mi tajo expresionista.
Y luego chocan con sus ruidosas embarcaciones populares que se embisten mutuamente y se incendian con un murmullo que acompaña las deliciosas tardecitas ribereñas.

¡Ay, justo! La declinación eclíptica!
QSL.QSL. El ansible. Respondan.
Repito: ¿Alguien me trae una porción de lemon pie, por favor?

¡Que languidez la imagen de las lanchas en llamas... y el sol como una boya absurda hacia el final del río atardeciendo!... y el sonido de los cuerpos transportados en dulce montón que a un tiempo se queman con gritito y a otro se ahogan y se dan vuelta y vuelven a chamuscarse y terminan llenando al río de motitas encendidas que van hacia la orilla.
Los ahogados mirando al cielo con las cuencas vacías, las ahogadas, en cambio, con los ojos podridos hacia el fondo, los brazos así. Y los niños... igual pero más chiquito.
Es que yo soy muy Wolf; muy Victoria.
Y abomino la insistencia del cordero que se empeña en alquilar la casita y en hacer asado
y en tener felicidad los fines de semana.
¿Vio qué estúpido ese animal lanudo?

¿El horizonte es para ahí seguro?

Venga m’hijo después de tanta embajada y tantos años yo ya puedo contarle un secreto, total, si me tienen que echar que me echen...
Si en un descuido, o persiguiendo una serpentina tierna y verde y deliciosa, el cuadrúpedo se desbarranca y cae al agua, usted puede mirarlo a los ojos sin abochornarse.
Sí, no tema, sea de una vez muy Winston, muy Macabi.
Sí, mírelo ahí, bien profundo. Descúbralo. Pero no lo toque.
Con sólo caer al Pilcomayo, o al Uruguay o al Anchorena, los rulos de blanca lana absorben tanta agua que el peso se hace insoportable y el animal muere ahogado sin siquiera intentar salvarse.

Recuérdelo para su próxima visita y no olvide consultar periódicamente el manual del debutante. ¿Lo haría por mí?

Qué cara de bueno.
Oia, mi perro se ha echado melancólico, mira hacia allá a través de las paredes y aúlla con inquietante nervio.
Es señal de que es la hora. Llegó la nave nodriza, la lancha colectivo.
Discúlpeme, ha sido un placer hablar con alguien tan dedicado pero llega indeclinablemente el turno. Definitivamente es la hora. Todo llega a su fin.
Debo volver a mi cocoon. Debo irme.